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DOCUMENTOS - DOSSIER DESOBEDIENCIA
CIVIL |
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EL PROBLEMA DE
LA JUSTIFICACIÓN DE LA DESOBEDIENCIA
CIVIL
J. A. ESTÉVEZ ARAUJO
Barcelona, marzo de 1983
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1. Qué es la desobediencia civil
2. Carácter moral
o político de la desobediencia civil
3. La imposible justificación
legal de la desobediencia civil
4. Desobediencia y orden
5. Desobediencia y democracia
6. La justificación de
la desobediencia civil
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Desobediencia civil
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1. QUÉ ES LA DESOBEDIENCIA
CIVIL
John Rawis nos da la siguiente repuesta en su “Teoría
de la justicia”: “Comenzaré definiendo la desobediencia como
un acto público, no violento, consciente y político,
contrario a la ley, cometido con el propósito de ocasionar
un cambio en la ley o en los programas de gobierno”, Señalando
también como rasgo específico que el desobediente
civil actúa “dentro de los límites de fidelidad a
la ley”.
Desarrollar brevemente alguno de los rasgos del fenómeno
señalados por Rawls puede ayudar a hacerse una idea de la
dimensión del mismo.
Se trata de actos de desobediencia consciente y deliberada
a la ley que se realizan de modo notorio con el propósito
de provocar un cambio. Puede pretenderse cambiar la misma ley que
se desobedece o bien otra ley o una política gubernamental.
En el primer caso se habla de desobediencia civil directa (...).
En el segundo de desobediencia civil indirecta. Que no coincidan
la ley que se desobedece y la medida normativa que se pretende que
cambie, suele venir determinado por la imposibilidad de infligir
directamente esta última. Así, los jóvenes
norteamericanos que se negaron a ir a la guerra del Vietnam no infringieron
la decisión de iniciar la guerra (¿cómo podrían
haberlo hecho?), sino las leyes de reclutamiento contra las cuales
no iba dirigida la protesta en principio.
Que la desobediencia se realiza “dentro de los límites
de fidelidad a la ley”, lo formula Garzón Valdés diciendo
que “el desobediente civil no pone en cuestión el sistema
sociopolítico en el que actúa”. En definitiva, se
pretende conseguir “un cambio en la ley o en los programas de gobierno”,
pero ese cambio debe tener lugar sin alterar los mecanismos formales
de toma de decisiones estatales. Todo lo contrario de una acción
de tipo revolucionario que pretendiera conquistar o quebrar esos
mecanismos.
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2. ¿CARÁCTER
MORAL O POLÍTICO DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL?
Los teóricos que se han ocupado del problema
suelen reconocer formalmente el carácter político
de la desobediencia civil. Sin embargo, limitan los argumentos que
el desobediente puede utilizar a aquellos de carácter moral-individual.
La consecuencia es dejar al desobediente absolutamente indefenso
frente a las represalias legales. En este apartado se pondrán
en evidencia las razones por las que el desobediente confinado a
la argumentación moral individual pierde toda posibilidad
de defenderse. Por otro lado, se intentará demostrar que
las motivaciones morales del desobediente son insuficientes para
dar cuenta de los rasgos más destacados del fenómeno.
La perfección moral individual de un acto
consiste en la coherencia entre los principios de la conducta (la
“conciencia”) de un determinado individuo y su actuación.
La conducta debe ajustarse a las propias convicciones incondicionalmente.
Es decir, no valen excusas: las consecuencias desagradables que
la actuación pueda tener para el propio individuo no deben
ser tenidas en cuenta.
Al limitar los argumentos del desobediente a aquellos de naturaleza
estrictamente moral, se le obliga a presentarse ante el tribunal
y poder alegar únicamente; “desobedecí porque obedecer
hubiera significado obrar contra mi conciencia”, Esta afirmación
puede llegar a emocionar al juez, pero es incapaz de hacer mella
en la lógica de la aplicación de la ley. El juez y
el desobediente hablan lenguajes distintos. Cada uno basa su actuación
en argumentos diferentes y no llegan nunca a encontrar una base
común que permita una discusión. Es más, a
medida que cada uno profundiza en su argumentación se aleja
más del otro. El juez irá ascendiendo por leyes cada
vez más generales hasta llegar a la más general de
todas y al pueblo que la aprobó. El desobediente iniciará
una introspección cada vez más profunda para descubrir
sus autenticas convicciones y su autentica voluntad. El resultado
final será que a cada uno de ellos le traerán sin
cuidado las razones del otro. El desobediente puede despreciar como
irrelevante el hecho de violar la ley y la ley castigar una conducta
que al desobediente pueda parecer moralmente aceptada. La diferencia
está en que es el desobediente quien va a la cárcel.
La coherencia entre las propias convicciones y la
propia conducta no es, sin embargo, suficiente para explicar por
qué pretende cambiar la ley, en algunos casos, ni siquiera
puede explicar la propia desobediencia.
El carácter abierto de la desobediencia es
presentado como un requisito para la perfección moral del
acto. Las propias convicciones deben estar por encima de cualquier
otra consideración. Por ello, uno no debe intentar huir del
castigo manteniendo oculta su desobediencia. Es más, debe
aceptarlo sumisamente.
Esta argumentación es absolutamente falaz. Que uno mantenga
sus convicciones aun cuando puedan acarrearle consecuencias desagradables,
no significa que tenga que ir a buscarlas. Simplemente significa
que esté dispuesto a no cambiar su modo de actuar aunque
se den esas consecuencias.
En realidad, el hecho de que el desobediente no intente
ocultar su desobediencia, sino que la haga notoria, no demuestra
que sus convicciones estén por encima de cualquier otra consideración.
Al contrario. Demuestra que considera la ley incluso por encima
de sus convicciones. El carácter abierto de la desobediencia
no es una consecuencia del carácter absoluto del imperativo
moral que la impulsa, sino una consecuencia del respeto a la ley.
Si el desobediente desobedeciera impulsado por una
repugnancia moral individual, bastaría como objetivo la consecución
de una excepción para el caso concreto. No tendría
explicación que el objetivo de la desobediencia fuese cambiar
la ley o política contra la que se protesta. Del mismo modo,
la repugnancia moral individual no explica la desobediencia cuando
el desobediente no se encuentra ante el dilema de desobedecer la
ley u obrar contra su conciencia. Quienes, violando las leyes que
regulan las exportaciones norteamericanas, enviaron alimentos y
medicinas a los vietnamitas no se encontraban ante tal dilema.
Estas consideraciones parecen indicar que las razones
por las que el desobediente viola la ley no se agotan en sus convicciones
personales, en su conciencia. El desobediente desobedece una ley
porque considera que en sí o por su conexión con otras
leyes o con una determinada política gubernamental esa ley
no debe ser obedecida. Su crítica se mueve en el plano de
la legitimación de las normas jurídicas. Y esa crítica
sigue una estrategia que sí coloca al Estado ante el dilema
en que algunos teóricos parecen colocar al desobediente:
al desobedecer la ley aduciendo razones de legitimidad, el desobediente
coloca al estado ante la alternativa de reafirmarse en su política
o cambiarla. Desde el momento en que el Estado se encuentra ante
la violación de una ley se ve obligado a adoptar una decisión
jurídico-institucional. Si absuelve al desobediente debe
modificar la ley o política que motivo la protesta. Si le
condena, está reafirmándose en esa ley o política.
Sin embargo, algunos teóricos piensan que la condena se agota
en el campo legal y no exige otras consideraciones. Es el tema de
la imposible justificación legal de la desobediencia civil,
que se va a tratar a continuación.
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3. LA IMPOSIBLE JUSTIFICACIÓN
LEGAL DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL.
Los teóricos suelen estar de acuerdo en que
es imposible justificar legalmente la desobediencia civil. Así,
por ejemplo, Carl Cohen afirma: “de la naturaleza de un acto cualquiera
de desobediencia civil se sigue que no puede dársele una
justificación legal. En un sistema jurídico dado,
la ley no puede justificar la violación de la ley”.
Esta postura, que también mantiene ele profesor
Garzón Valdés, viene a significar lo siguiente: es
lógicamente imposible que una conducta esté, a la
vez,, prohibida y permitida por un determinado sistema normativo.
Independientemente de los problemas lógicos-normativos que
una afirmación de este tipo da por resueltos sin más,
lo que resulta sorprendente, casi aterrador, es la consecuencia
final que esta postura tiene: la causa de que el desobediente tenga
que ser castigado resulta ser la imposibilidad lógica de
que una conducta esté a la vez prohibida y permitida en un
sistema normativo determinado. Es decir, es la lógica quien
envía a la cárcel al desobediente.
Unas mínimas nociones de esa rama del saber
que es la lógica son suficientes para darse cuenta de que
no encierra en absoluto la agresividad suficiente como para privar
a alguien de su libertad. La lógica es absolutamente inofensiva.
Hay que intentar averiguar que mecanismos permiten presentarla como
principal responsable en este caso.
Lo que hacen los teóricos al argumentar así
es formular una verdad sólo a medias. “En un sistema jurídico
dado, la ley no puede justificar la violación de la ley.”
Es decir, el desobediente no puede tener defensa legal alguna. De
esta verdad a medias se deduce la consecuencia: por consiguiente,
desde el punto de vista legal, el desobediente debe ser castigado
(¿qué otro sentido podría tener la expresión
“imposible justificación legal”?).
“La ley no puede justificar la violación
de la ley” es una verdad a medias, porque debe ser completada por
otra: “ la ley no puede justificar la aplicación de la ley”.
Del mismo modo que la ley no puede encontrar en sí misma
la justificación para cambiar, tiene que salir de sí
misma para encontrar las razones por las que debe regir.
Presentar sólo la primera mitad de la verdad
supone presentar como autónomo un ámbito que en realidad
no lo es. El desobediente civil no tiene defensa legal posible;
por lo tanto, desde el punto de vista legal, debe ser castigado.
Esta argumentación implica que pueden encontrarse en la ley
razones suficientes y completas para castigar a alguien. Desde luego,
la ley es la base en función de la cual se impone el castigo.
Pero si la argumentación se detiene ahí, se olvida
el hecho de que la ley tiene que buscar su propia base y de que
ésta está fuera de ella. Si se consideran suficientes
y completos los argumentos legales, entonces se está ahorrando
a la ley el tener que salir fuera de ella a buscar las razones de
su obligatoriedad. En definitiva, se está considerando autolegitimada
a la ley.
Es un hecho que si el desobediente civil no tiene
una buena defensa legal va a ser castigado. Cabalmente el argumento
de la imposible justificación legal de la desobediencia civil
tiene de cierto sólo eso. De hecho extrae todo su poder de
convicción. Sin embargo, los teóricos no dicen simplemente
“el desobediente civil va a ser castigado porque no tiene defensa
legal”, sino que dicen “desde el punto de vista legal, la conducta
del desobediente no tiene justificación”. ¿De dónde
ha surgido el término “justificación”? ¿Cómo
se ha dado el salto de la argumentación fáctica a
la argumentación moral? De ningún modo. El hecho sigue
siendo el mismo, sólo que ahora se le llama de otra manera.
Al hacerlo así se presenta como legítimo, pero sin
ofrecer ninguna razón para ello. La ley sólo se autolegitima
porque rige, porque es aplicada, porque es efectiva, sin necesidad
de ninguna otra razón. Este es el verdadero alcance del argumento
de la imposible justificación legal de la desobediencia civil.
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4. DESOBEDIENCIA Y ORDEN.
Las anteriores consideraciones habrán servido
para poner de manifiesto que el terreno de la discusión no
es de la moral (entendida como moral individual) ni el de la legalidad,
sino el de la legitimidad. En definitiva, la cuestión que
se plantea es la de si y en caso la desobediencia civil es un medio
legítimo de influir en la toma de decisiones estatales.
Los teóricos han utilizado dos argumentos
contra la posibilidad de considerar la desobediencia civil como
un modo legítimo de participación política:
la necesidad de un orden para que la convivencia sea posible y el
carácter democrático de la ley o política contestada.
En este apartado se intentará demostrar que es una falacia
presentar la preservación del orden en abstracto como una
razón a favor de la desobediencia a las leyes (o en contra
de su desobediencia).
El argumento relativo al peligro que la desobediencia
puede suponer para el orden suele presentarse del modo descrito
por Howard Zinn:
“Un argumento habitual es que la desobediencia, incluso
de leyes malas, está mal porque propicia una falta general
de respeto por las leyes, incluso por las buenas leyes.”
Tanto en ésta como en otras versiones al argumento
se basa en un mismo temor: que se propicie que el cumplimiento de
las leyes pueda quedar al arbitrio de los ciudadanos. Con ello se
volvería al reino de la arbitrariedad individual, de la ley
del más fuerte, y cualquier convivencia ordenada resultaría
imposible.
La falacia de presentar el argumento del orden como
un argumento válido autónomamente estriba en que se
identifica inmediatamente el hecho de que los ciudadanos en su gran
mayoría ajusten sus conductas a unos cánones preestablecidos
con el hecho de que este orden constituya una garantía contra
la arbitrariedad individual (y, por consiguiente, cualquier reacción
contra él sea necesariamente arbitraria).
Lo único que no es arbitrariedad individual
es la voluntad general (eliminada la hipótesis de una instancia
extramundana que sirva de punto de referencia). Si se considera
que ningún individuo o grupo de individuos puede encarnar
de algún modo místico esa voluntad general, entonces
sólo la voluntad de la mayoría es la instancia real
capaz de determinar ese interés general. Por consiguiente,
sólo la voluntad de la mayoría no es arbitrariedad
individual.
El hecho de que una gran mayoría de los ciudadanos
e, incluso, que una gran mayoría de los funcionarios y dirigentes
estatales ajusten sus conductas a patrones preestablecidos, no significa,
sin embargo, necesariamente, que están actuando de acuerdo
con el interés general. Si se piensa en una dictadura, se
entenderá rápidamente lo que quiero decir. En un régimen
autoritario los ciudadanos y una gran parte de los funcionarios
observan conductas ordenadas, quizás más ordenadas
(= mejor ajustadas a patrones preestablecidos) que las conductas
que observan los ciudadanos de regímenes democráticos.
No obstante, el modo cómo se adoptan las decisiones en la
cúspide no permite descubrir ningún mecanismo de control
real que constriña a tomar esas decisiones de acuerdo con
la voluntad de la mayoría. Esas decisiones deben ser calificadas
de arbitrarias y el orden que generan como un orden que no sólo
no es garantía contra la arbitrariedad individual, sino que
es garantía de la arbitrariedad individual. Ese orden jerárquico
es simplemente un mecanismo para eliminar las resistencias que autoridades,
funcionarios y ciudadanos pudieran oponer a los designios de un
grupo de individuos o, incluso, de un individuo solo.
El orden es necesario para la convivencia, pero lo es en la medida
en que pone freno a la arbitrariedad individual. Si uno se queda
sólo en la necesidad del orden sin indagar acerca de sus
razones y de sus requisitos, cualquier orden le servirá.
El hecho de que los ciudadanos ajusten sus conductas a las normas
será suficiente para él. De este modo, presentará
como legítimo cualquier orden con el único requisito
de que rija, de que tenga fuerza. Y éste es precisamente,
como señala Howard Zinn, el mejor camino para que los ciudadanos
pierdan el respeto a las leyes y se enfrenten abiertamente a las
mismas:
“El peligro viene del otro lado. Cuando se
mantienen normas que violan el espíritu humano (como las
normas de segregación racial), o el imperio de la ley protege
situaciones intolerables (como la pobreza de Harlem en medio de
la riqueza de Manhattan), y al víctimas no han encontrado
un camino de protesta organizado vía desobediencia civil,
algunos se sentirán tentados a cometer crímenes a
modo de desquite.”
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5. DESOBEDIENCIA Y DEMOCRACIA.
El orden considerado en abstracto no puede ser presentado,
por consiguiente, como un argumento en contra de la desobediencia.
La verdad del orden está en su papel de ser el garantizador
de que aquellas actuaciones relativas a asuntos de interés
general no se realicen siguiendo criterios particulares. La verdad
del orden está en la democracia.
Algunos teóricos consideran que los mecanismos
del moderno Estado democrático son suficientes para garantizar
que todas sus decisiones se ajusten al interés general expresado
por la voluntad de la mayoría. Precisamente éste es
uno de los argumentos que manejan quienes consideran injustificable
la desobediencia civil. Así, Abe Fortas afirma:
“[...] nuestros mecanismos democráticos funcionan
realmente [...] pueden dar respuesta a las demandas esenciales y
pueden hacerlo sin revolución”.
Esta postura sería una manifestación de la tendencia
teórica a la progresiva des-problematización de la
autoridad del Estado a que hace referencia Carole Patermen. La autora
señala ésta como una de las características
diferenciales de los argumentos contemporáneos frente a teorías
“clásicas” como la de Locke. En concreto; escoge el ejemplo
de la “Teoría de la justicia” de Rawls y el análisis
que hace del modo en que este autor elude el problema resulta ampliamente
revelador:
“Rawls, en la “Teoría de la justicia”,
admite que el Estado liberal-democrático ejerce una autoridad
política justificada sobre sus ciudadanos. Su “posición
original” y las elecciones de sus “partes”, es un mecanismo para
demostrar por qué unos supuestos juicios “nuestros” acerca
de la democracia liberal son racionales y aceptables. Nos demuestra
por qué estamos en lo justo al considerar la relación
entre los ciudadanos y el Estado del modo como lo hacemos - como
una relación que incorpora una obligación política.
El contrato de Rawls muestra la racionalidad del Estado; a diferencia
de la teoría clásica dl contrato social si admite
ni parte de la postura de que la autoridad del Estado plantee algún
problema. En otras palabras, el Estado liberal-democráitco
es hoy día completamente dado por supuesto como si fuera
un rasgo natural del mundo.”
Es decir, lo que hace Rawls es presentar al Estado
como una parte de la relación y al individuo como la otra
parte; a partir de ahí, demuestra que es racional por parte
de los ciudadanos admitir la obligación política.
Deja por consiguiente de lado la cuestión de cómo
ha llegado el Estado a constituirse en parte, de cómo ha
adquirido la autoridad suficiente para ello. Deja de lado que los
medios materiales necesarios para hacer valer su autoridad son producidos
por la sociedad y, por tanto, el problema de quién y de qué
modo se ha apoderado de esos medios. El hecho de que el Estado tenga
autoridad y poder se presenta como un dato natural. A diferencia
del caso de Locke, pues éste explica (aunque pueda considerarse
que lo hace de modo inadecuado) por qué procedimiento llega
a tener autoridad y poder el Estado: mediante la renuncia de todos
los ciudadanos a su derecho-poder de castigar y su transmisión
a la comunidad y al Estado.
El sentido de la desobediencia civil es, precisamente,
el de replantear esa problemática. Explícitamente
los desobedientes civiles no llegan hasta el punto de presentar
como problemático el hecho de que el Estado tenga poder.
Tampoco cuestionan en términos generales el funcionamiento
de la democracia representativa como mecanismo de control de ese
poder (éste sería el sentido en que Rawls dice que
los desobedientes actúan dentro de los límites de
“fidelidad” a la ley). Lo que sí cuestionan es que la aplicación
de la formula escolástica del Estado liberal sea suficiente
siempre para resolver la cuestión de si una determinada ley
o política es legitima. Determinar si una medida normativa
responde o no a la voluntad de la mayoría es una cuestión
empírica. Resolverla en sentido afirmativo implica demostrar
que efectivamente la mayoría ha tenida posibilidad de controlarla.
Y los mecanismos del Estado liberal-democrático no son absolutamente
infalibles.
Así, Bertrand Russell pone de relieve cómo
la “democracia, aun cuando menos proclive a los abusos que la dictadura,
no es de ningún modo inmune a los abusos de poder por parte
de las autoridades o de corruptos intereses”. Y señala como
principal método para lograr llevar a cabo estos abusos la
distorsión de la información y el silenciamiento de
los órganos de prensa bajo el pretexto de la “razón
de Estado”, especialmente en asuntos relativos al armamento nuclear.
Estos métodos tienen como consecuencia ocultar a los ciudadanos
cuáles son las verdaderas decisiones y cuáles son
las razones que las apoyan e impedirles, por consiguiente, que puedan
censurarlas.
Los desobedientes civiles ponen de manifiesto, pues,
que en ciertos casos una decisión puede ser formalmente irreprochable
aun en el seno de un sistema liberal-democrático y sin embargo
ilegítima. Existen puntos negros en el funcionamiento de
las instituciones que no permiten quedarse tranquilos penando simplemente
en las garantías formales del Estado de derecho. Por eso,
el examen de la legitimidad de una decisión debe realizarse
en cada caso, comprobando hasta qué punto ha podido ser controlada
por la mayoría.
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6. LA JUSTIFICACIÓN
DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL.
De acuerdo con este planteamiento del problema resulta
imposible que el desobediente pretenda que su acción esté
a priori justificada. Si lo pretendiese, se estaría presentando
a sí mismo como encarnación de la voluntad de la mayoría.
Lo cual iría en contra de toda la lógica de la protesta:
por un lado, el desobediente considera que, en términos generales,
los órganos representativos llegan a decisiones que coinciden
con la voluntad de la mayoría. Por otro lado, tiene conciencia
de que, en determinados casos, se producen fallos en el mecanismo
representativo que no garantizan el control por parte de la voluntad
de la mayoría, de las decisiones institucionales. El sentido
de su protesta es conseguir que éstas se ajusten a aquellas.
Es la voluntad de la mayoría la que debe tener la última
palabra, no el desobediente.
Ha sido precisamente el situar el problema de la
justificación en el momento de la desobediencia lo que ha
dado mayor fuerza a la postura contraria a la misma: “Sí,
puede que esta ley sea injusta, pero ¿quién es usted
para juzgarlo?”, es, en síntesis, lo que se le dice al desobediente.
Sin embargo, si el problema de la justificación
se traslada al momento de la reacción de la opinión
pública, esta postura pierde gran parte de su fuerza. Ya
no es el desobediente quien juzga la legitimidad de una ley, sino
la instancia real depositaria de la legitimidad. En el caso de que
esa instancia fuera favorable al cambio propugnado por el desobediente,
¿a quién habría que dar la razón? Dar
la razón a las instituciones sería lo mismo que afirmar
que son ellas las depositarías de la legitimidad y no el
pueblo.
La legitimación de un acto concreto de desobediencia
civil tiene que venir medida por la aprobación por parte
de la comunidad de sus objetivos. Pretender que un acto de desobediencia
civil pueda estar justificado de antemano, puede conducir fácilmente
a la desfachatez que rezuma un libro aparecido recientemente en
Italia, donde el interés más particular se convierte
en legitimación suficiente para desobedecer cualquier tipo
de ley o mandato. Con ello sólo se consigue desprestigiar
y trivializar este modo de protesta. Por otro lado, el no darse
cuenta del significado de esta mediación impide a quien es
honesto dar al desobediente otro trato distinto del que se da a
quien obra movido por sus ideales o su conciencia. Este sería
el caso del profesor Acton. En síntesis, este autor nos viene
a decir lo siguiente: aquella persona que obra según su propia
conciencia debe merecer nuestra aprobación moral aunque no
compartamos sus puntos de vista. Esta aprobación debe traducirse
en un respeto y el profesor Acton lanza la final de su artículo
un llamamiento con el fin de que se creen los, mecanismos necesarios
para garantizarlo.
“La cuestión que me gustaría
dejar clara aquí es la de que si este tipo de respeto ha
de ser posible, deben existir modos establecidos de manifestarlo;
deben existir normas de cortesía o rituales que todas partes
entiendan y usen.”
Después de lo que se ha expuesto aquí,
creo puede afirmarse que la verdadera razón por la que el
desobediente civil merece respeto es que la única arma con
la que cuenta es su capacidad de convicción. No se trata
tanto de que obre de acuerdo con su conciencia como de que esté
dispuesto a someter sus propuestas al juicio de los demás.
Alguien que obra por motivos de conciencia puede ser un fanático.
El desobediente civil no lo es. No cree estar de antemano en posesión
de la verdad ni tampoco pretende imponerla por la fuerza. Por eso
sí merece respeto. Pero en caso de que su protesta ponga
de manifiesto que exista verdaderamente una fractura entre la voluntad
institucional y la voluntad de la mayoría, no sólo
merece respeto. Ante todo merece que no se le castigue. Castigarle
sería aplicar la ley por la ley.
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